El tipo me gustaba tanto que había decidido seguirlo. Al principio pensé que era una psicópata por tan atrevida y arriesgada tarea, pero después imagine en ello un divertido juego. Además, podría verlo un poquito más después de clases, saber sus gustos y ocupaciones y por qué no: Conocer su morada. Estaba con un amigo, un gordito que no me agradaba en lo más mínimo, ¡Ni por hipocresía podía hacerme amiga de aquel sujeto tan baboso, para acceder a usted! Caminaron pocas calles después de la universidad, se despidieron. Habría querido en ese momento ser el gordito para tocar su espalda y sonreír al unísono, con esa complicidad que por mi orgullo o temor hasta ahora no teníamos. Boterito se fue para la izquierda y usted a la derecha. Pensé que lo mejor de seguirlo era ver su culito moverse bajo esos gastados jeans. Nunca me he fijado en esa parte del cuerpo masculina, hasta que lo conocí y en ese instante recordé lo maravilloso que estaba su trasero, el único que me importaba en ese momento de mi vida, creyéndolo el mejor de todo el universo y el mas allá.
Cruzó la avenida con rapidez y aquella maniobra me tomo por sorpresa, pues los autos comenzaron a andar y yo en mitad de la avenida, ¡esquivándolos! Nunca había recibido tantos pitos y puteadas en mí vida. Al mismo tiempo corría como una anciana jorobada, para que sus ojos no me vieran, mientras al unísono pensaba en mi cercana y pelotu-romántica muerte.
Finalmente llegue al otro lado, despeinada y con el corazón latiendo. Usted caminaba sereno, con sus rulitos al aire. Pensé un momento en su vida. Con ese equilibrio entre lo rápido y lento, si se debatía entre lo ágil y pausado, todo en el momento justo, quizás fuera un alegre melancólico, entonces yo caería rendida a sus pies, como casi sucedió en la avenida.
Se detuvo en un kiosco y encendió un cigarrillo, me escondí detrás de un poste. ¡Qué sexy se ve fumando por Dios! Y esa barba de tres días me enloquece. Continuamos nuestro camino, el número de transeúntes aumentaba a esas horas pico. Oficinistas, estudiantes y señores, seguramente con deseos de descansar y yo allí como una más de la ciudad, ¡jugando a la detective!
Entró a un estacionamiento, yo, la pobre sin auto, esperaba un taxi afuera, pero ninguno pasaba. Comenzó a lloviznar en ese momento, esos diluvios repentinos y clásicos de Bogotá y yo sin sombrilla. Me salió un improperio Argentino: ¡La concha de tu madre! No pasaban taxis, a esa altura ya estaba bastante mojada y sin saco. Busqué mi celular para llamar uno !No estaba!, quizás rodó por el pavimento de la avenida, mientras su dueña corría tras el amor. Había un señor estacionado al frente, por un momento pensé en ofrecerle dinero si me ayudaba en mi labor de espionaje, pero una gata de aquellas de shorcito de cuero y tacón aguja, se me adelantó gritando sobreactuada: ¡Hooolaa papitooooo poséyeme!
Me recargué en el muro buscando un techo, un leve frio recorrió mi cuello, era una plaqueta muy discreta que decía: Motel Las delicias. ¡Mirá vos!
No sabía si reír o llorar, parecía todo una tragicomedia, yo su actriz principal y usted ahora convertido en un galancete de cuarta.
Después de esa sorpresa decidí auto castigarme. Caminar bajo la lluvia, con muchas calles por delante, sola y aburrida. Mientras usted probablemente ya entraba en el jacuzzi con una copa de whisky, junto a la rubia gata del semestre de arriba, si, la que se ríe como cerdito destripado. O quizás, con nuestra profesora Polaca, con la que tan bien se lleva y le califica cinco en todo!
Pensé también que este sería el primer y último día que perseguiría a un hombre. Otro improperio argentino salió de mi boca en esa tarde gris de ciudad: ¡Andate a la concha de tu madre… boludo!
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